LaberintosNarrativos
Infumable
por Nicolás Domínguez
Se levantó, como siempre a las 7 de la mañana con una suave brisa de septiembre acariciándole la mejilla. Se desperezó como un oso y los “hoyitos” de sus mejillas refulgieron en su cálida piel. Se levantó y saludó al Universo: “¡Hola día; hola cama que me abrigas!” “Hola sueños por cumplirse…” “¡Hola mundo que me abraza!”
La ventana brillaba iluminada con un febo cálido, casi perfecto. Se estiró una vez más y una paloma gris como el cielo nublado de París se elevó desde el dintel de su balcón y se perdió en un cielo azul profundo como el océano virgen.
Llenó sus pulmones de aire y la vida lo inflamó. Un corazón andante y valiente. Un Hércules de la vida. Nunca lo vencerían...él siempre amaría.
Incluso aunque duela.
El mundo era algodonado y casi carmesí. Las buenas intenciones al final triunfan y no hay mal que por bien no venga.
Se sirvió un café. Parecía traído desde Oriente o del Ecuador, su aroma se metía por las fosas y lo llenaba todo, incluso el alma. En su casa el azúcar endulzaba más. La sal era más blanca y las rosas tardaban en morir.
La mascota ronroneaba a sus pies. Un felino adulto que nunca perdió la dulzura de un gatito juguetón. Un pedazo de dulzura vuelta bestia dócil. En otros tiempos seguro un corcel, ahora esfinge viva y guardiana de los sueños de su amo.
Tomó un libro con olor a Lusitania. No la de Pessoa, ni la de los ancestros de Borges. Lusitania hermosa. Rosada y plagada de guerreros en busca de un camino de luz.
Sonrió contento. Su mano apretaba un pañuelo descartable con aroma a jazmín artificial. Al borde de las lágrimas inducidas por la lectura, se reincorporó y tomó aire. Respiró profundo y entretanto pensaba absorto en los olores agrestes que la calidez del año trae; ¡Se celebró! ¡Se amó! Y convertido en uno con la humanidad abrazó al género humano todo.
Tomó la calle como quien saca una bella dama a bailar. Dibujó sus pasos como aire dibujando sobre aire. Caminó parsimonioso como sobre un pentagrama. Cada paso una nota, con sus intervalos y frases.
Llegó y saludó a su suerte: “¡Buenos días Suerte!” “¡Gracias por permitir que gane mi pan dignamente!”
Entró. Sus compañeros sentían su sombra iluminando el lugar ¿Cómo no inclinarse ante esa actitud de vida? ¿Cómo no amarlo?
Apenas entrado se entregó a su labor. Recoger los mejores escritos y ponerlos en un archivo. Usar su perspicacia lírica (cuatro veces ganador de diversos concursos literarios y otras tantas finalistas) para determinar la belleza real de las obras y que así todo, pero TODO el mundo pueda ser inspirado por la Literatura. Era un trabajo soñado, tocar palabras y armas historias. Amar hasta que duela o ser un héroe. Sabía que la gente solo necesita motivos, el amor viene solo. Todo lo cubre.
Mediando el día fue solicitado por gente de mayor jerarquía. Se puso nervioso y dudó. Finalmente dijo:
“¡Yo puedo! Sí quiero... ¡Yo puedo!”
Entró. Sonrojado como una colegiala frente a toda esa gente importante. Frente a esos “gigantes”. No tartamudeó. Su cabeza tenía el secreto:
“¡Si tú quieres, puedes!”
Media hora después salió de la oficina como nuevo Jefe de redacción. Flotaba en el aire. Sus pasos eran exhalaciones de serafines. Era incorpóreo. Era feliz.
Sus compañeros se acercaron a saludarle. Vivaron voces por su ascenso, y la gran mayoría expresó la felicidad por quedar
a su mando. Una sola persona no lo hizo. Sebastián, el cadete, dijo:
-¡Dale! ¿No te alegra que Ernesto sea nuestro nuevo jefe?
El inquirido, Evaristo, absorto en su trabajo no contestó. El cadete redobló la apuesta y dijo:
-¡Daaale no seas envidioso, y felicítalo!
La oficina se enmudeció. Una brecha de mil kilómetros separaba el grupo del festejo del interrogado. Evaristo apartó la mirada de la corrección que hacía a una obra de Dostoievski y dijo:
-Ah...si...si, perdoname Ernesto. Ni me había enterado...Felicitaciones.
Terminado esto volvió a su trabajo. La oficina estallaba de algarabía. Todos trabajarían mejor. A Ernesto le complacía ver cómo lo apreciaban. Daría trato justo a todos. Los ayudaría y asesoraría en lo que sea. Pasó hacia su nueva oficina y en el camino palmeó la espalda de Evaristo que seguía con su trabajo. El embrujo ruso fue mayor y el contactado con el gesto típico de aprobación física entre colegas, ni se dio vuelta. Ernesto entró en su oficina. Colgó fotos motivadoras. Un cuadro de los 100 años de su escritor favorito y una hermosa planta.
Bajo su autoridad la editorial se volvió líder, editó muchos libros suyos también. Buscaba motivaciones para los demás pues él ya las había cumplido. Era feliz y debía ayudar a que todos lo sean.
-¿Y?
-¿Y qué?
- ¿Qué pasó después? ¿Se forró en guita y se rajó?
- ¡No, no! ¡Al año se ahorcó en el puente de Campichuelo! ... Ahí a la vuelta de Parque Rivadavia.
Mensaje onírico
por Romina Suarez
Corría desesperadamente sin tener la razón clara pero sintiendo el pánico traspasar en mis huesos. El aire gélido rozaba cruelmente mi rostro, se trataba de una caricia lenta pero dolorosa, sin amor.
A mi alrededor habían muchos árboles de un follaje verde intenso, estaban mojados por el rocío y el cielo era azul, por lo tanto, supuse que acababa de amanecer. En el suelo habían pequeñas ramitas y semillas de algún que otro árbol. Estos detalles pasaban a toda velocidad por mi mente, al mismo tiempo que corría.
En mi interior tenía la ligera sospecha de que sin importar mis esfuerzos por huir de esa presencia amenazante, que no podía ver pero que aun así podía percibir haciendo que los vellos claros de mis brazos se ericen, no lograría escapar de sus garras. Claro que no por ello iba a detenerme, no podía rendirme, el temor era demasiado.
Mi corazón luego de latidos descontrolados pareció detenerse, tanto que creí que no se reiniciaría sin ayuda.
Había oído el sonido de una o varias de las miles de ramitas marrones esparcidas en la tierra romperse: crack, crack, crack…
Me apoyé en un árbol de tronco grueso creyendo que estaría protegida de la bestia, pues sin duda me descubriría si seguía moviéndome en el silencio opresor del bosque. Los pasos se oían cada vez más cerca y en mi dirección hasta que se detuvieron, esperando escuchar movimiento alguno, ante lo cual me obligué a no emitir ningún ruido. Por unos gloriosos segundos me atreví a pensar que estaría a salvo, que lo había logrado.
La sensación de triunfo se disolvió tan rápido como el vaho que expiraba al correr cuando los pasos se reanudaron y sentí una mano apretar fuerte mi hombro de manera demoledora. No quise levantar la mirada pero su voz grave alcanzó para destruir mi espíritu:
-Nadie escapa de mí, niña tonta.
Ana despertó de golpe con el corazón latiéndole fuerte y sudando tanto, que su piyama de algodón se pegaba incómodamente a su espalda. Había sido un sueño pero no podía quitarse la desesperación y el miedo de su mente, siendo justos no era cualquier miedo… era el miedo a la muerte, palpitando en cada fibra de su ser finito.
Cuando pudo calmarse, reparó en algo que había pasado por alto y que le habría ayudado a despertar. En el sueño era una nena rubia. Era la primera vez que soñaba siendo otra persona y sobre todo una niña, sabiendo que tenía veinticinco años: no era algo común.
Hizo un esfuerzo por ignorar consecuentes pensamientos acerca del sueño y se levantó de la cama. Se cambió la ropa sudada y fue a la cocina a desayunar, estaba sola y teniendo en cuenta lo que sucedió a continuación habría sido más que importante una figura que pudiera tranquilizarla.
Encendió la televisión, estaba el noticiero matutino en la pantalla. Ana se acercó a cambiar, con el sueño había tenido suficiente de dramas por un día. Sin embargo, en ese instante una noticia brutal la dejó sin respiración parcialmente, estaba otra vez en ese bosque viendo y sintiéndolo todo con ojos de niña aterrada.
“Hallan cadáver de una niña.”
Los periodistas hablan y esta vez Ana decide escuchar:
“Los investigadores aún no saben la identidad de la víctima pero sí se trata de una niña de unos ocho años, caucásica y de baja estatura. Fue encontrada por un hombre que iba de pesca con sus amigos a un bosque de la localidad de Lobos, la niña se encontraba vestida pero con manchas de sangre en su remera.”
Ana intentó creer que nada tenía que ver su pesadilla pero bien sabía que las coincidencias no existen, algo que el noticiero terminaría por confirmar. Enfocaron el bosque en cuestión y efectivamente, era el de su sueño.
Hipnosis*
por Florencia Bracco
Todos los días eran iguales en su encierro. No existía ningún príncipe que la viniera a rescatar de esa torre, que ni siquiera tenía la altura de la típica torre. Tan solo bastaba su alma olvidada para impedirle salir al mundo. En el transcurso de los días, parecía que la rutina nunca iba a romperse. Llevaba un record en auto excluirse dentro del arte o la literatura, observando diferentes tipos de realidades, mas ninguna a la que ella perteneciera.
Sentada en el jardín de su casa, comenzó a escuchar, simplemente a escuchar… Una música circense ahogaba todo sonido posible. La irrupción de lo extranjero la despertó a ella de todo ensimismamiento. El carruaje de donde se producía esa melodía se detuvo justo en su hogar. Sus pies comenzaron a tener vida propia y sin más, se dirigió hacia el carro. El circo estaba en su interior. Era la promesa de una vida alejada de lo que fue, de lo que ella nunca llegó a ser.
Atrapada en sus delirios, las luces intermitentes la sumergían dentro de su mente. La música sonaba cada vez más fuerte. Tomo una tela que colgaba del techo y comenzó a trepar, a bailar, a ser libre… ¿Cómo ese lugar podía existir dentro de un carruaje? Era infinito. Era un micro mundo. Pero en su insanidad ella nunca se dio cuenta que estaba sola. Como siempre, permanecía sola. Hasta que esa tela se fue enredando en su cuello, asfixiando la existencia de la muchacha. Ya no pudo escapar de esa crisálida. Y el carruaje, conducido por la Muerte, se la llevó para siempre…
*Publicado en antología “Haceme el cuento 2018” (Editorial Equinoxio).
El tejido
por Pedro Ariztoy
Unas manos grandes y callosas yendo y viniendo constantes en el silencio de la habitación. Dibujan formas primitivas: un triángulo, otro, ahora un cuadrado, otro triángulo. Y vuelta a empezar, un triángulo, otro, un cuadrado y otro triángulo. Junto con el vaivén de las figuras geométricas, los extremos opuestos de las agujas, acabados en círculos macizos para que no se pierda ni un punto, acarician suavemente los codos. Mientras que las puntas expuestas a la vista zigzaguean casi imperceptibles a centímetros de las yemas de los dedos, llevando y trayendo, de acá para allá, la rudimentaria lana escardada. Por momentos los dedos se detienen en alguna aspereza y se detienen también las formas, se demora la caricia para los codos. Entonces las puntas, agudas, lentas, se alejan de la lana. Y cuando vuelven a empezar, las manos retoman el romance de las figuras y los vaivenes.
Con la fricción surge un abrigo tibio para las manos y los codos.
A veces los recuerdos irrumpen pero las manos siguen solas, duchas en persistir más allá de la razón o del olvido, hasta que toda la lana se encuentra a la izquierda y la derecha empieza su baile. Viejas, arrugadas, aunque no faltas de caricias, a veces olvidan las cuentas las manos, y hay que volver atrás con toda la hilera, porque un punto de más o de menos lo deforma todo; y mucho más en un tejidito tan chiquitito. Y a veces recuerdan las manos pero interrumpen los nietos con su dicha o sus incógnitas o su hambre.
-¡¿Y pa quién teje un pullover ahora, Abuelo?!
Ethel, Etelvina Y el gánster mal dibujado
por Daniel Fara
A veces me parece que la realidad que me rodea
está sin terminar... como un pan sacado del horno
antes de tiempo.
ENRIQUE BRECCIA, El sueñero.
Estoy sentado en la sala de profesores pero estoy parado en la planchada de un barco pirata. Bien al borde.
En el otro ángulo de la sala está Etelvina, la secretaria, la que parece dibujada por Oski. Está esperando que yo meta la pata, que trate de escaparme para ir a contarle a Ethel, la directora.
Ojalá no me dé por estornudar dos veces seguidas, que no me dé por rascarme la punta de la nariz; la vieja de mierda va a considerar intentos de fuga a mis reacciones.
Finjo leer The big sleep. Lo leí tantas veces que si me llegan a preguntar qué pasa en el libro (porque descubren que no estoy leyendo) puedo contestarle con calma porque me lo sé de memoria.
De reojo veo que Etelvina mueve las piernas, con disimulo pero es innegable que se está meando. Efectivamente, un segundo después se levanta y sale sin cerrar del todo la puerta. No cambio de posición ni me muevo, a ver si me está espiando...
* * *
(Resulta que ayer yo estaba muy deprimido. Muy. Se me acercó una alumna y me preguntó si todos (son 39) podían cortarse un mechoncito de pelo para hacer un muestrario. No sé de dónde saqué la voz para decirle que no, que seguro le iban a cortar el pelo a alguien que no quería y se iba a armar. Todos me aseguraron que estaban de acuerdo en cortarse. No dije sí ni no. No me daba para tanto.
La alumna fue a buscar a su pupitre una tijera, cinta scotch y media cartulina. Se acercó al primero de la fila izquierda, el pibe le indicó dónde cortar, ella cortó con cuidado, envolvió una punta del mechoncito en cinta scotch, con otro pedazo de cinta lo pegó arriba, a la izquierda, en la cartulina y escribió “Tincho” debajo. La operación se fue desarrollando sin cambios hasta que todos hicieron su contribución al muestrario. Entonces la chica lo pegó en la pared, bien a la vista, y me explicó que lo pegaba con rulitos de cinta de papel porque la otra se despegaba. Tocó el timbre del recreo. Mi última hora de ese día. Me fui a casa.
Ni bien llego hoy me encara Ethel.
- Decime que no es cierto.
- No es cierto.
- No te hagas el gracioso. ¿Vos estabas en el curso y permitiste que se cortaran el pelo y lo colgaran en la pared?
Según como lo dijo Ethel parecía que una tribu les había cortado el cuero cabelludo a todos en el curso y había colgado los trofeos sangrientos en la pared.
Me quedo callado. Ella se calma.
-Vení, Daniel, hablemos...
Me lleva a la rectoría y le dice a Etelvina, que pasaba por ahí, que nadie interrupa, que tiene una entrevista importante conmigo.
Ya sentados, saca un cuaderno Gloria del cajón del escritorio.
- Cuando tomé la rectoría me dijeron que eras un profesor estrella, que los alumnos te querían mucho, que eras muy inteligente, que no faltabas nunca...
Abre el cuaderno en una página señalada.
- En el 2000 hiciste que un alumno trajera un revólver a la escuela...
- ¡Era de juguete y...!
- Era un réplica que se podía confundir con un arma de verdad. Justo en los días que ese Pantriste mató a los compañeros... Me dijiste que era para filmar un video y presentarlo en un concurso de cortometrajes. Tengo todo anotado. ¡Un video! ¡Que todo el mundo pensara que en esta escuela nos tomamos a la joda la violencia, las armas...! ¡Y participaste igual!
- ¡Y sacamos dos premios, al mejor montaje y la mejor fotografía!.. Y para tu conocimiento no usé ningún revólver, se lo hice guardar a Piccoli en la mochila.
- No cambia nada. Era una película violenta. La vi y me agarraba la cabeza. Sigamos con otras bellezas...
En el mismo año cerraste las notas de un curso con 43 alumnos y les pusiste... Les pusiste diez a todos...
En 2003 dijiste en un curso que Sarmiento era un asesino y que arruinó para siempre la educación en este país.
Este año le mandaste un mail a un colega diciéndole de todo porque no te gustaba su forma de tomar examen y...
- ¡Eso no pasó acá, pasó en la Universidad de Morón!
- Todo se sabe. Y como lo sé yo, se habrán enterado los padres. Sigo: malas palabras en los cursos. Módulos enteros sin dar clase... con alumnos jugando al truco... y hay más pero creo que con lo dicho basta. No, Daniel, disculpame pero vos estás desequilibrado. No sé cómo eras antes de que yo viniera pero ahora no podés seguir dando clase... Mirate un poco, flaco como un esqueleto, la cara llena de manchas rojas....
- Es por la depresión, Ethel, ya empecé a ir de una psiquiatra...
-¿Ves? vos mismo reconocés que es cierto lo que digo. Y ya que hablás de psiquiatras, cuando me enteré del asunto de los que se cortaron el pelo fui a hablar con la propietaria. Ella conoce a un psiquiatra de DIPREGEP que va a venir esta tarde, cuando ya se hayan ido los alumnos y los profes. Va a venir a evaluarte. Lo vas a esperar en la sala de profesores. Si se te ocurriera irte, elevo todo esto al inspector y... no sé. Lo lamento, pero no puedo seguir escondiendo estas cosas. Voy a poner una preceptora en tu curso y vos, a la sala de profesores. Etelvina va a estar ahí, por las dudas... Dame el borrador y la tiza...
-Le entrego la chapa y el revólver, Jefa...
Ethel hizo que no con la cabeza.
-Cada vez te hundís más).
* * *
Etelvina vuelve en tiempo récord. Debe haberse levantado los calzones mientras subía la escalera. Ahora soy yo el que tiene ganas de mear. Miro al engendro que me vigila y la bronca me llena.
- ¿Puedo ir al baño o meo acá en el rincón?
Me mira con asco.
- ¿Con todo lo que se le viene todavía tiene ganas de bromear? ¿Sabe quién viene de psiquiatra? El doctor Flacavento. ¡No me diga que no escuchó hablar de él! Y está bien, usté se lo merece. Yo que la propietaria lo hubiera echado antes... Vaya al baño, pero la mochila la deja acá.
Salgo. Ya se fueron alumnos, profesores y hasta las que hacen la limpieza. En cualquier momento / Flacavento, el mismo que hizo jubilarse por invalidez, (y les cagó la vida porque les dieron una jubilación de mierda), a dos profesores, compañeros míos cuando yo trabajaba en el Belgrano... Si ya tenía miedo, ahora...
De repente entiendo por qué me están haciendo todo esto. La vieja Delia García, la dueña anterior, me quería mucho. Murió hace un par de meses y quedó de propietaria la hija, Viviana. La mina me andaba atrás ¡cruz diablo!. Hace una semana, yo presenté una traducción en Liberarte, no le dije nada a Viviana pero se enteró igual, y vino, y se pasó todo el tiempo sola, sentada con una sprite bajas calorías adelante, yo ni me acerqué a saludarla. Cuando nos íbamos la crucé y me miró como si le salieran rayos laser de los ojos. Una venganza... pero ¿cómo probarlo?. Y ahora me mandaba al martillo de los herejes para que me arruinara la vida...
Vuelvo y al entrar levanto las manos como si no estuviera armado. Me siento. Retomo la falsa lectura. Pasan unos minutos y la puerta se abre, lentamente. Entra un tipo igual a Humprey Bogart, con sombrero, impermeable y todo. Salta hasta Etelvina y le tapa la boca, Después le agarra la cabeza y la hace girar con fuerza. Desnucada. El ruido fue impresionante. Ahí nomás, Bogart la tira al suelo, la toma por los pies y se la lleva arrastrando. Antes de salir me hace una seña para que no me mueva. Seña innecesaria: después de lo que pasó creo que voy a tardar una semana en levantarme.
Bogart vuelve tranquilo, con un pucho en la boca y frotándose las manos como un jardinero (o un enterrador) que se sacara la tierra pegada. Se sienta en un sillón cerca del mío.
- Todos fiambres, Ethel, Etelvina, la propietaria, el portero... todos los que lo vieron entrar.
Me alcanza un papel doblado al medio. Un certificado médico en el que me dan 48 hs. de reposo por el día de hoy y el de mañana.
- Quédese tranquilo. El médico va a decir que lo atendió si alguien lo llamara para preguntarle.
- ¿Por qué hizo todo esto por mí?
- Le debía una, profe. ¿Se acuerda de que en el patio, a la vista de todos, habían dibujado actores para una muestra?
Mi memoria busca en los archivos y encuentra una vaga imagen...
- Me habían dibujado como el orto. Parecía el Hombre Elefante. Todos los que pasaban se reían de mí. Como mucho preguntaban quién era ése... Parecía a propósito, sacaron todos los dibujos menos el mío... ¿Se acuerda ahora?
Sí, ahora me acuerdo. Despegué la lámina y lo dibujé de nuevo.
- Y me dibujó muy bien, y la lámina sigue ahí...
- ...
- Tenía que devolverle el favor... Bueno, ahora tiene que salir rápidamente antes de que tenga que liquidar también a Flacavento –me tira un uniforme de sodero- Póngaselo por encima de su ropa y salga con un bidón vacío del dispenser, que le tape un poco la cara, aunque el portero también es boleta... Metí todos los bagayos en ese...sótano o qué sé yo donde guardan trastos viejos...
Mientras me visto levanta el libro y antes de guardármelo en la mochila hace lo que podría tomarse como una sonrisa...
- ¿Me vio en la película haciendo de Marlowe?
- 1946, Howard Hawks, guión de Faulkner, Lauren Bacall, Dorothy Malone...
Ahora la sonrisa se parece más a una sonrisa.
- Oiga, Bogart, ¿y usted qué va a hacer ahora?
- Muy fácil, me vuelvo a la lámina... Sólo le pido que se la lleve usted, por ahí le vuelvo a hacer falta. Además es seguro que un día la tiran a la basura.
Se toca el ala del sombrero. Bajo con la mochila y el bidón. De pasada despego la lámina y la enrollo. Salgo.
Como dijo Baudelaire, mi alma, vieja barcaza, baila con los mástiles caídos en un mar monstruoso y sin orillas...
Dejo el bidón en un tacho de basura, meto el rollo de Bogart en la mochila y me apuro a llegar a la parada, no vaya a ser que pierda el colectivo.
Los higos son mi deseo
Un día, donde el sol rajaba la tierra, yo estaba en el fondo de casa, como vigía, alimentando la manada de canes. Los animales no hacían más que girar sobre su propio eje formando círculos, hasta que descendía el plato y disfrutaban su comida. Uno de ellos se negó a comer, corrió en línea recta y estampó su cabeza en el árbol de higos. No pude comprender esta actitud ilógica hasta que vi cómo caían las frutas en el amplio hocico del perro. No me extraña, pero me sorprende cómo este perro loco me ha enseñado que todo lo que quieras tiene un costo.
Naranja
Hoy miré al cielo, pensando en la nostalgia que me traería al saber que ese momento tendría fin o no pudiera recordarlo. Pero quizá la fresca gota de agua que caía en mi frente, el viento envolvente y por qué no el encantamiento de las rosas rococó, desplegando las alas hechas de pétalos rosados cayendo suave, como unos pequeños principitos…
Ahora que lo pienso mejor, no era nostalgia del ahora, si no del pasado, en algún momento donde leía al famoso francés merendando duraznos después de un día de lluvia. Me sigo preguntando si era el viento, el recuerdo, las rosas rococó o el cielo anaranjado que me cubría.
Escritos por Debóra de Castro.
El cuerpo
por Cristian Verón
Un camión con soldados estaciona en la noche para cubrir el perímetro. Las botas golpean apresuradas el rocío y el teniente coronel está impaciente. Unas horas más tarde, revisará las primeras noticias en los diarios y sonreirá complacido. Ahora hay que trabajar. No se reparten órdenes en la oscuridad, todos cumplen con la precisión de un mecanismo de relojería la tarea que les ha sido encomendada. Cargan apresurados el cuerpo e informa, el teniente coronel, que han cumplido lo que el general ordenó. Ese mismo general va a pararse contra la pared en el lugar donde lo están por ajusticiar quince años después y va a negarles la información tan preciada que ellos necesitan para la historia. La historia, sonríe el general, se les escapará también de las angurrientas y jóvenes manos. Les repite entonces que no sabe, que lo olvidó (como si pudiera), que ya no recuerda dónde es que está lo que ellos buscan.
Mi historia con Bóreas
Odi et amo(…) Catulo
por Debóra de Castro
Nunca tuve un amor así. En realidad sí lo tuve; era como siempre me gustaron: ojos negros y profundos, cara ovalada,
cejas perfectas y una piel morena tan suave, que era una delicia besarla.
Tenía el cabello negro y hasta los hombros, usaba una colita horrible porque no le gustaba el pelo frisado, aunque para mí, me parecían los bucles de Lavinia adornando su delicado y bello rostro. Su aguda voz penetraba mi oído y me dejaba en estado de éxtasis, hasta que me daba cuenta que me preguntaba algo…desearía escuchar una de sus preguntas tan banales y estúpidas. Una gran parte de mí siempre supo que nunca me amó…pero mientras nos juntábamos a tomar mate o a besarnos hasta hacer el amor, disfrutaba su compañía ¿Quién diría que duraría tan poco? Las horas que pasamos fueron hermosas, pero el rato se pasaba como minutos y cada hora era consumida por el olvido de los relojes y el cálido abrazo del amor.
Nos conocimos por una aplicación de internet que ni vale la pena nombrar. Entre el múltiple catálogo de personas
me encontré con su imagen, tan hermosa y sonriente con el cuerpo cubierto de tatuajes, pero su gran singularidad era su cara y unos grandes ojos oscuros. Mientras dormitaba en la cama me parecía que cada imagen contaba una historia, en la cual siempre estaba con sus mascotas, amores o familiares e imaginaba el lugar de su cuerpo que ocuparía, si me dedicaría un tatuaje entre el omóplato izquierdo o quizá se tatuaría un beso mío en el pecho,ese que me gustaba besar y mimar con suavidad.
Pero cuando se cumplía las trece horas de cada día, no estaba más. Al principio, creí que era una broma de mal gusto. Por ejemplo: cuando me dejó ese domingo en la plaza de Las Heras, llamé reiteradas veces a su teléfono y no me contestó, entonces pregunté y describí a mi amor a los pueblerinos y nadie “vio a tal persona”.
“Me abandonó” pensé, luego a las diecisiete horas de ese mismo día me respondió :“Es muy complicado de explicar; pero me hubiera gustado conocerte más”. “Me boludeaste, bombón” eso atiné a decir,se disculpó y cinco días después nos vimos en una horrible noche de invierno. Ahí estaba, esa carita parece que valió todo, me besó y amé como a nadie en realidad, con la simpleza del aire que todos sienten pero no pueden ver. Nos amamos toda la noche, nada me pareció extraño hasta que después del almuerzo no me saludó y se fue. Siempre que era después del mediodía,un viento frío congelaba mi cuello y desaparecía sin saludar: “Se fue otra vez”,pensaba “La próxima, cerraré las ventanas y las puertas para que no escape de repente” y así lo hice, pero al abrir y cerrar de ojos a las trece horas se iba,quizá era un fantasma,pero es extraño porque ellos no existen.
Llegué a un estado febril de amor, todo lo que hablaba me deprimía y pensaba con dolor “No me ama, no me explica, no me quiere”. Rompía las hojitas de laurel y lloraba en las plantas de menta, mientras papeles de mi trabajo sin revisar se acumulaban sin razón ni descanso. No dormía bien de noche sin suspirar su nombre, sin charlar conmigo, antes de decirle algo incorrecto o ensayando qué frases serían las mejores para discutir y llegar a un acuerdo. Luego, reflexioné si cabía la posibilidad que fuera un ser etéreo que se materializaba en mí presencia, ante mí mirada azul. Quizá se desfasaba en un espacio tiempo, entonces debo suponer que era esa persona la que vi en mi niñez de piel morena con sonrisa grande regalándome un caramelo, como si ya me conociera de toda la vida. Ahora no está, pero estuvo para mí.
El viento me acariciaba, y si hubieras estado conmigo lo hubieras sentido, mi amor. La treceava vez que te vi, llevabas un pantalón oscuro y una blusa rosa que realzaba lo rosado de tus mejillas. Pero no me viste, no me miraste, te cruzaste de vereda casi volando. Era primavera, pero sentí caer nieve a mí alrededor cuando vi tus ojos oscuros y me congelé al perderte de vista en las múltiples diagonales de Padua; entonces corrí, sabía que sino te decía que me pasaba jamás podría, te amaba, pero no te entendía. Belleza, me tropecé varias veces antes de volver a divisarte, grité tu nombre, y te diste vuelta. Tu grito agudo hizo que te desvanecieras, como pétalos que se lleva el viento como hojas en otoño, como arena en el desierto. Entonces limpié mi cara y entendí: que tu existencia no era lo que yo creía, quizá solo eras una ilusión de lo que yo quería amar.
Me preocupaba que te cruzara en los lugares que frecuentábamos, que te enojaras al no tener dinero para tomar un helado. Quizá yo te avergonzaba mi amor, pero no pasó así. Jamás te volví a ver, ni supe cómo hablarte…porque desapareciste de mí, dulce flor rosada. Pero ya no me preocupo por ilusiones,espectros o seres etéreos. La próxima vez, pellizcaré dos veces antes de amar.
Samantha está viajando
por Cristian Verón
Cerró con firmeza la puerta del auto después de estacionar en una mini playa de estacionamiento que tenía a la
derecha la terminal de ómnibus. Una de esas terminales que son mitad estación de servicio y mitad parador de comidas. Una de tantas, sin nada en particular con respecto a otras que uno encuentra a lo ancho y largo del interior del país.
Samantha se dirigió a pasos seguros hasta el edificio vidriado y entró en un amplio y sucio comedor de baldosas desteñidas que alguna vez fueron marrones y ahora relucían amarillentas. El lugar probablemente había conocido tiempos mejores unos años atrás pero eso a ella no le importaba. Eligió una silla alejada de un grupo de alegres viajeros que iban en un ómnibus de la empresa “Viajenorte” que charlaban animadamente y comían milanesas con huevos fritos; sanguches de jamón crudo y queso de campo a setenta pesos o, para los nenes, los famosos conos de papas fritas que chorreaban aceite rancio y peinaban las cabezas de la gente con ese olor tan particular. Odiaba a la gente que viajaba en familia. Le molestaban sobre todo los chicos, por eso no los tenía, por supuesto. Le molestaban los gritos, los llantos, la barra pasamanos de la escalera de los ómnibus de las empresas de larga distancia pegajosos por culpa de alguna golosina o dulce; le molestaba compartir el espacio con lo que ella desde la época de sus años de universitaria llamaba familia burguesa tipo. Con modalidad en vacaciones, claro está.
Un mozo moreno, de ojos achinados y porte recta se acercó silenciosamente. Le preguntó con un tono bajo y gutural que deseaba la señorita mientras le ofrecía con un ademán de su mano la carta. Ella ni miró ni tomó la carta ofrecida, quería una cerveza y unas papas fritas, de paquete, claro. Eso era todo. Mientras el mozo se iba recorrió rápidamente con los ojos grises el lugar. Paralelo a ella, a su izquierda había un tipo de chaqueta negra, flaco y de rostro agradable. No comía nada y parecía estar haciendo tiempo, o esperando algo, quizás a alguien. Llevaba unos jeans gastados y una pinta de tipo salido de esas viejas pelis de los años cincuenta de motoqueros que a Samantha le pareció entre divertida y extravagante. Pudo adivinarle el paquete de cigarrillos en el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta, ya nadie ponía los paquetes allí. Fumador viejo, dictaminó su ojo acostumbrado a la imagen de su padre; también fumador; y el bolsillo de la camisa leñadora donde solía guardar sus propios Gitanes de 20.
Samantha lo miró unos minutos primero disimulando cada vez que la mirada de él apuntaba en su dirección, luego ya sin disimular. Se cruzaron las miradas y se sonrieron brevemente. Le pareció que la sonrisa de él derramaba calor. Se sintió un poco tonta sonriéndole a un extraño en ese rincón olvidado del mundo en esa terminal en medio de la noche. Consultó la pantalla del celular y comprobó que la misma le decía que era bastante de noche, que tenía que entrar en el pueblo porque eran las 23:42 hs. Había que buscar un lugar donde pasar la noche. Llevaba casi 9 horas manejando y había dormido mal desde que salió hace cuatro días de Buenos Aires, de su departamento en Villa Crespo. Reprimió un bostezo que fue creciendo dentro suyo como si fuese un eructo inundándolo todo pero que le hizo crujir las mandíbulas con un leve movimiento de los músculos del maxilar.
El mozo trajo la cerveza y ella le hizo un gesto de invitación al muchacho de la chaqueta negra que tenía nada más que medio vaso. No lo pensó, como muchas otras cosas en su vida lo hizo automáticamente. Él entendió enseguida. Apuró el vaso y se levantó al mismo tiempo que apoyaba el culo grueso del vidrio sobre la mesa de madera plastificada. Caminó torpemente, visiblemente turbado, hasta donde ella se encontraba ella y retiró la silla, que se deslizó torpemente hacía atrás, con un chillido. Ella sintió que un calor subía reptándole por las piernas; avanzaba raudo al estómago; sobrepasaba la curva de sus delicados pechos y se encaramaba sobre su cuello para colorear luego; en asalto, sus mejillas. Charlaron animadamente. Se llamaba Hernán Salusti y tenía 34 años, era escritor frustrado o al menos eso dijo. Tenía una curiosa manera de mirar las cosas, con la ceja izquierda ligeramente más levantada. Era como si estuviese canchereandola permanentemente. Una mueca de canchero que no era acompañada por su voz. No sonaba como un papanatas, un tonto, un imbécil. Uno de los tantos que Samantha se había cruzado desde que había decidido salir de Buenos Aires hace cuatro noches atrás en medio de un arrebato nocturno que no quiso recordar. Alejó el pensamiento de sus precipitaciones con un sacudón de la cabeza que el muchacho podía llegar a interpretar como un acomodarse el pelo. Por las dudas y para que no se le note se llevó automáticamente las manos a la nuca y fingió deshacerse de un nudo particular que no existía. La sombra que paso frente a sus ojos grises se disolvió lentamente justo a tiempo para el momento en que él le contaba que sus pretensiones literarias siempre habían sido pobres y posiblemente por eso, y no por una cuestión de talento, su alcance había sido pobre. Le contó sin embargo que escribía una columna cultural de un diario español. Que para escribir esa columna tenía que, todos los días, sentarse unos minutos frente a la computadora y ponerse a leer concienzudamente los diarios de la actualidad española por internet. Luego tenía que prestar especial atención a algunas revistas y blogs de moda (y otros que no tanto) que servían para poder tener una perspectiva de que tenía que hacer, o sobre que tenía que escribir. ¿De qué estaba escribiendo actualmente? Aparentemente los españoles estaban experimentando junto con una de las peores crisis institucionales de su historia una crisis de perspectiva literaria. Se editaban más libros que nunca en España, pero la gente ya no leía en la península. Hernán le contaba entonces que la situación paradójica le gustaba. Era lo que se llamaría un contrapunto cultural. La palabra contrapunto la dejó pensando unos momentos, le sonaba musical. Específicamente a algo referido a la música, no supo qué y por unos breves instantes su mente fluyo ida y vuelta entre la palabra y el resto de las palabras que salía de la boca parapetada detrás de la gruesa barba de Hernán Salusti.
Después de decir eso le dijo que lo disculpe, que no le gustaba hablar demasiado de su trabajo porque tenía la sensación de que pasarse los días leyendo sobre gallegos era una de las cosas más aburridas de la vida. Ella le preguntó irónicamente si nunca le habían gustado los chistes de gallegos. Él le dijo entonces que no conocía muchos, pero si conocía varios que los españoles usaban para con los argentinos, a los que consideraban unos meros ladrones en líneas más o menos generales. Ella replicó que conocía uno, que era el único y que se lo había contado su amiga Ayelen, una profesora de educación inicial en la escuela donde Samantha trabajaba.
Ella le preguntó entonces si tenía pareja, o esperaba a alguien. Él le respondió que solía tomarse bondis a lugares alejados para después perderlos en terminales y seducir con el cuento del autoestopista perdido y su chaqueta negra a bellas jovencitas como ella. Ella le dijo que era bella, pero que no era ya una jovencita. Se miró en ese momento las manos, una de ellas sobre el dorso presentaba el leve color amarronado de las suaves manchitas de la vejez que suelen aparecer sobre la mano de las mujeres. Sintió vergüenza por estar envejeciendo prematuramente. Solo tenía 39 años, bueno en realidad 40. No era vieja. Cuarenta cumplidos hace un mes no es un indicio de vejez, ni mucho menos esas delicadas, casi inexistentes aún, manchitas en las manos. Le preguntó si fumaba. Él le dijo que sí, que salieran a fumar a la playa de estacionamiento, lejos de los surtidores de nafta.
Se levantaron casi al mismo tiempo sonriendo y sabían que no iban a terminar de fumar sin estar antes besándose. Sabían que todo era pasajero, su viaje perdido, el trabajo en el diario, y el viaje de ella a ningún lado. Ella sabía además que se iba a ofrecer a llevarlo hasta el pueblo para que pudiese alquilar una habitación en algún hotelucho de cuarta para pasar la noche. Él sabía que ella lo iba a invitar a subir al auto ofreciéndole alcanzarlo al pueblo para que se alquilase una habitación y que probablemente terminasen pasando la noche juntos; y despertando a la mañana después de haber transpirado las sábanas al menos unas dos veces. Lo sabía de una manera misteriosa; bella; mágica; de ese tono azul oscuro del que suelen teñir las historias que llevan cerveza, cigarrillos, extraños y sexo.
Lo que Hernán no sabía claro, era que Samantha tenía al novio hace un par de días ya en el maletero del auto, cortadito en trozos separados envueltos en prolijas bolsas de basura negras envueltas en cinta de embalar gris como sus ojos. Ella sabía que él no sabía y confiaba en que nada la delatase. Quería olvidarse por un momento de que huía en el auto de él desde que lo había sorprendido en la cama con su empleada doméstica y había apelado en un momento de casi dulce frialdad a una cuchilla certera. La hoja se hundió primero con sorpresa, luego con decisión, luego quizás una quinta o sexta vez con real furia. Esa noche nada podía salir mal. Se fueron mientras ella le contaba un chiste de Manolo que su papá le había contado de chica. El único cuento de gallegos que se sabía y que casualmente vino a su memoria para desatar las risas de él, luego las de ella, un poco histéricas, un poco nerviosas, un poco ahogadas las risas, pero sinceras después de casi cuatro días reventando caminos en ninguna dirección en particular.
Correspondencias
por Marcelo Martinez
Teníamos en ese momento unos catorce años, más o menos. No recuerdo tanto la edad, pero recuerdo la época.
Recuerdo los discos y las bandas que escuchábamos. Recuerdo sus manos con dedos largos, delicados, finos, de señorita pianista. Recuerdo los labios pequeños y el pelo enrulado, espeso. Recuerdo el delicado lunar sobre el labio.
Claro, adivinarán que me gustaba. En esas épocas de amor primerizo, obstinado, núbil uno se enamora fácil. Vuelca entonces los recovecos más ingeniosos y a veces desesperados de su alma en el arduo trabajo de la seducción. A mí el cuerpo no me acompañaba. Estaba gordo. Era el gordo Ramírez para todo el equipo de fútbol de gimnasia de la escuela secundaria y era también el último en ser elegido cuando se armaba el partido. Sin embargo yo podía vivir con eso. Me había enamorado con esa fuerza y esa magia increíble y estúpida que guarda para nosotros siempre el primer amor y no tenía tantos problemas de estima como tendría probablemente unos años después ya en pleno cabalgar de idiotez adolescente.
Soy un hombre viejo ahora, tengo 53 años desde Abril y a veces cuando me despierto una de mis rodillas se entumece un poco y debo frotarla brevemente para que responda y me deje caminar los diez pasos del pasillo que me llevan al baño de azulejos color crema y poder empezar mi día lavándome allí los dientes. Me queda poco pelo, fino pelo, que anticipadamente se ha ido cayendo y a veces al hacer fuerza en la distribuidora me duele un poco la espalda y me quejo con los empleados.
En esos años en cambio yo no sabía, aunque intuía que es lo que uno puede hacer para que otra persona se fije en nosotros. Mi problema es que no sabía exactamente cómo hacerlo. Me transformé por fatalidad, por ilustre ignorancia de aproximarme como su amigo, un amigo asexuado. Un amigo que era justamente eso,desde el día en que con muy poco tino le presté mi tarea porque había olvidado que ese día había un trabajo de cuatro preguntas sobre química. Química justamente era lo que nos faltaba pero yo interpreté esa cortesía de sentarse conmigo en los días siguientes y reírse de mis ocurrencias respecto al nombre de los profesores como un plácido, calmado y disimulado enamoramiento. Sé que la gente joven se suele entusiasmar muy fácilmente. Yo, por supuesto, no fui la excepción a la regla. A veces a lo largo de mi vida me he visto fracasar en mis relaciones y volví a ese primer amor tratando de encontrar una respuesta coherente, una respuesta lucida, que me regale la dicha de haber experimentado alguna vez un instante aunque sea perfecto de eso que los poetas cantan con tanto laudo. ¿Qué si encontré esa respuesta?...bueno, verá usted, no.
Sin embargo no crean que no la busque, ni en ese entonces, ni después de ello. Uno a veces guarda ciertas cosas para uno mismo pero no renuncia a ellas. En este caso la búsqueda del amor ha sido una constante en mi vida, pero la infelicidad no comenzó con mi primera esposa Elena, ni termina ahora divorciado hace cuatro años al frente de esta distribuidora. Todos los días desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde molesto a mis empleados con órdenes y contraórdenes por el solo placer de fastidiar, por sentirme yo internamente fastidiado, cansado, viejo. Sé que no se justifica mi ruindad con la canción del amor perdido pero la gente se acostumbra en su molicie, en su mezquina derrota, a vencer a los más débiles imponiéndole sus penares de frustrado como cuitas aborrecibles.
Todo comenzó cuando Matías dijo en un recreo que yo pasaba todo el tiempo con J. Insinuó delante de todos que J y yo nos besábamos por ahí, a escondidas. Azorado, la cara ardiendo y consciente de la vergüenza que estaba a punto de sufrir por parte de todo el grupo de varones me aparte diciéndoles que nada que ver, que ellos eran gente de mierda, sin amistades. Que por eso, y solo por eso, inventaban boludeces sobre J y yo.
Sin embargo esa idea se me instaló. Yo imaginaba las manos suaves, con las palmas amplias de J tomándome de la cara. Soñaba que me decía que yo era su amor, que me había buscado muchísimo tiempo (¡A los catorce años que me iba a buscar!) con esa forma de soñar tan propia de la edad en la que creemos que nada nos puede alcanzar y nosotros podemos darle alcance a todo. Después todo va contaminándose de a poco. Los sueños son como los pulmones de la mente y el paso del tiempo es la nicotina que los empaña, los embarra, los ensucia, y finalmente los mata. Tengo el hábito del cigarrillo desde los veinte años. Llevo veintitrés años matando mis sueños entonces con nicotina. Demasiados años para echarme ya atrás, para arrepentirme del vicio. Una vez en un libro de esos baratos de selecciones leí que el problema del cigarrillo no es por hábito, sino por conciencia. Uno tiene la conciencia de su adicción internamente, no puede despegarse de él entonces opta por una convivencia. Esa convivencia se llama socialmente hábito.
Con J desarrollé también en su momento un hábito. Me habitué a soñar cosas que yo sabía que no iban a pasar mientras miraba la delicada curva de sus labios, mientras centraba obsesivamente mis ojos sobre cada centímetro de su piel blanca tostada apenas por el sol; mientras también me cuidaba mucho de las miradas y las burlas del grupito de Matías. Le tenía un miedo atroz a la burla, todos los gordos o ex gordos le tenemos un miedo atroz a la burla desvergonzada, al ridículo postular del que dirán.
J siempre parecía encontrarse en otro lugar. No daba pistas, no mostraba ningún indicio conforme pasaba la cursada de estar enamorándose de mí. Sin embargo y cada vez que yo iba perdiendo las esperanzas un roce de manos, una risa secreta, un posar de sus ojos sobre los míos renovaban mis esperanzas que se mantenían diletantes y desesperadas.
Yo sufría internamente y escribía cartas de amor, porque todavía en ese entonces uno escribía cartas y no hablaba de amor por el celular. Escribía cartas porque tenía pretensiones vanas de poeta. Pero no sabía escribir poesía y las veces que lo había intentado habían encontrado que eran malas. También escribía cartas porque otros también se carteaban. Por ejemplo Mariano y Flavia se mandaban cartas que tenían siempre algún corazón dibujado en el dorso con tinta azul y remarcada a veces con tinta roja, y uno podía adivinar de qué venía la mano sin necesidad de ver como se miraban en el recreo.
Las cartas eran hojas Rivadavia o Éxito dobladas en dos pliegues al medio y escritas la mayor parte de las veces en tinta negra. Las escribía como conversando con J, como contándole mi pasión, como diciéndole a J lo mucho que ansiaba sus besos y de como yo quería envolverle las caderas con mis manos y presionar suavemente con mis dedos sobre el nacimiento de su espalda. Después dejaba las cartas escondidas en el cajón de mi mesa de luz que tenía llave. Las conservé escondidas, sin destinatario final, muchos años. Un día antes de casarme me deshice de ellas como quien se deshace de una locura juvenil: con vergüenza.
¿Ustedes se estarán preguntando qué pasó no? Porque toda historia conduce a un fin. Sucede que un día estábamos en la plaza, como muchos otros, bajo un sauce eléctrico, de hojas que caían largas, tanto que formaban alrededor del tronco una ligera cobertura. Solíamos escondernos ahí para hacernos los que bebíamos. Comprábamos en ese entonces petacas de café al coñac que era lo que nuestros estómagos aguantaban. J quería que yo le enseñe a tomar, y eso justamente es lo que hice, feliz de compartir tiempo fuera de clases entre los dos.
Era de tarde, hacía calor y no había nadie en la plaza más que unos patinadores en rollers a lo lejos que daban la vuelta por la cinta de cemento que bordeaba la plaza para volver a pasar a intervalos regulares cerca nuestro, pero detrás de un cerco de arbustos con pequeñas florcillas rojas. Bebíamos con J cuando le dije que tenía que decirle algo, que era algo importante, que hace meses quería decírselo. J me pidió que hable, que había esa confianza entre nosotros me dijo (lo que en ese momento fue memorable) y entonces, por toda respuesta le encaje un beso.
Chocaron los dientes, pero de la furia inicial surgió un lento, rítmico acompasar de nuestros labios. Nuestras bocas se fundieron y se despegaron y amenazaron con terminar con el mundo en esa danza. La sorpresa increíble no fue el saber que yo no era solamente su amigo, que yo era algo más, no; la sorpresa increíble fue sentir la mano, los dedos de Julio recorriendo mi nuca, tomándome del pelo, haciéndome sentir todo aquello que jamás volví a sentir por cobardía. Ese blanco temor molesto de enfrentarme a todo, de jugármela entero por lo que realmente me gustaba.
Después los años pasaron, después me volví viejo. Después fingí no oír cuando en la distribuidora les mandaba a cargar o descargar un camión más antes de irse y mis empleados decían a mis espaldas, con un odio inconmensurable una frase redonda, pueril, certera, que me hacía retorcerme por dentro recordando. Decían ellos, pedazo de viejo puto.
¿Cómo soñar correctamente?
por Marcelo Martinez.
Algo había cambiado entre ella y él. No sabía decir exactamente qué era lo que cambió. Pero intuía secretamente que las cosas tenían otro tono ahora. No es que hubiesen peleado, al menos podía decir que hacía rato que no peleaban. Que últimamente no pelearan no era un signo de que estaba todo perfectamente bien entre ellos dos pero sin embargo él sabía que no era eso, la pelea o la ausencia de una pelea, lo extraño ese día en esa cafetería del centro del pueblo.
Estuvieron hablando un buen rato, durante esos 40 minutos ella no dejo de mirarlo con preocupación en su rostro. Sus ojos verdes oscuros bajo las finas cejas expresaban preocupación desde la expresión honda de los mismos hasta la combada superficie de la ceja que los acompañaba acentuando la incredulidad.
No era que estuviese hablándole de algo irracional. Comenzó recordándole la tarde que pasaron juntos en lo de Alberto. Alberto era su mejor amigo, una vez al mes al menos comían a diario con él. Alberto gustaba agasajarlos con un asado hecho en una parrilla inserta sobre un horno de barro. Dejaba que la carne gotee sus jugos con lentitud y se cociese a un punto intermedio. Era un gran anfitrión. Luego solían pasar la tarde charlando en los días de buen tiempo bajo una parra de uvas verdes que maduraba con tal fuerza sobre un entramado de postes y alambres puestos a los efectos de construir una especie de sombra en el patio, que era imposible sentarse en Enero sin que nubes de abejas, avispas o cuanto bicho rezumara sobre la dulzura de las frutas se les abalanzara encima. Él insistía en que recuerde la última tarde, esa tarde en la cual Alberto les dijo que estaba a punto de publicar su primer libro de relatos y era todo expectación y nervios. Donde les habló de sus dudas respecto a la editorial y la edición del libro, de sus resignaciones sobre cómo quedaría finalmente el producto terminado y su consideración sobre el libro como una mercancía que se vendería sobre una estantería como una bocha de mortadela en la góndola de un supermercado chino.
Ella no recordaba haber ido a lo de Alberto, ni siquiera de haber hablado sobre el primer libro de relatos de él. Insistió y ella le dijo que no recordaba siquiera de que Alberto escribiera. Él tuvo entonces que, mientras le pedía al mozo un segundo café (este con crema) contarle que en el 97 Alberto había empezado con el tema de la publicación esa, la del diario o la revista literaria. Siempre le guardaba un numerito donde aparecía alguna crítica, alguna reseña, alguna recomendación literaria. Alberto, generoso, alguna vez había publicado en su pequeño espacio algún poema de los que él escribía. Él le estaba agradecido por eso pese a que su lugar terminó siendo, como todos pensaron inicialmente (todos menos él) la docencia.
Después de contarle eso, ella le aseguró que probablemente el dolor de cabeza que la aquejaba desde la hora del desayuno le había hecho olvidarlo. Él le dijo que probablemente era eso. Su voz sonaba pausada, tranquila. Se preguntó por qué el mozo aún no había traído el café. Levantó la vista a través del mar de pequeñas mesas de madera cuadradas con un anodino mantel de color bordo y posó los ojos directamente sobre la barra de madera en la cual se apoyaba uno de los mozos. Un muchacho macilento, pálido, de nariz prominente que se reía con alguien del otro lado de la barra del cual apenas se le veía la cabecita. Era en realidad una chica la que estaba del otro lado de la barra y participaba de la animada conversación con ese mozo. Buscó con la mirada al suyo, al que atendía su mesa. Un muchacho de brazos fornidos y pequeña barba mal recortada, algo rechoncho y con pinta de almorzar regularmente minutas. No lo vio por ningún lado. Intentó entonces llamar al muchacho flaco y pálido, sin éxito. La pequeña cabecita detrás de la barra de madera lustrosa lo tenía bien entretenido. Tuvo entonces la duda de si advertirían en él de levantarse de repente y salir caminando por la puerta a dos mesas de distancia de la suya. Descartó rápidamente la idea y se concentró nuevamente en ella. Debía dolerle la cabeza fuertemente porque estaba pálida. Mortalmente pálida. Se preocupó y se lo dijo. Ella le restó importancia al tema y le pidió que vuelva sobre aquello de lo que quería hablar en un principio. Le recordó entonces a Alberto y el libro de relatos pese a que no recordaba ningún libro de relatos y tampoco recordaba a ningún Alberto.
Él parpadeó incrédulo. Creía haber escuchado la palabra “interrupción programada”. Ella le aseguro que no había dicho tal cosa. Que creía tener un poco de fiebre nada más, pero que si él decía que ella conocía a Alberto así debía ser. ¿Por qué le mentiría?
Le contó, mientras miraba por sobre su hombro con la desagradable sensación de que el mozo se burlaba de él en algún lado de la cafetería que Alberto era su amigo de la infancia, que habían ido mil veces a su casa. Que ella había sido muy amiga de la ex de Alberto, que se cuidaban mucho de no mencionar a Silvina en su presencia porque se ponía mal. Alberto era un tipo que sobrellevaba muy mal las separaciones. Solía llorar copiosamente, quedarse días tirado en cama diciendo que quería morir y por supuesto lo peor de todo era que escribía unos versos horrendos que hablaban sobre la que se había ido,ora en términos crueles, ora en suplicantes letanías que daban una mezcla de vergüenza ajena y patetismo. Alberto era por supuesto su mejor amigo; su amigo de la infancia; se habían conocido en 1981, o en 1982. ¿Dónde se conocieron? Ella dice que seguramente se lo ha contado antes pero ese dolor de cabeza que ahora es una especie de zumbido no la deja recordar. Él le pregunta por el zumbido antes de continuar, ella le dice que parece el zumbido eléctrico. Se ríen entonces cuando él le dice que se le está aflojando el swich. No sabe bien ninguno de los dos que es un swich, pero sospechan que es algo que se conecta a algún lugar. Entonces él vuelve a buscar al mozo con la mirada esperando el eterno café con crema que sospecha que ya no va a llegar, o que llegará más bien cuando se levante para irse. Entonces, piensa, llegará el mozo con el café con crema y un cubanito en un platito; hará unos ademanes excusándose pero igual le cobrará el café que le pidió y el cubanito que no pidió pero vino como cortesía de la casa que no es tal.
¿Dónde se conocieron con Alberto? Es imposible que no te acuerdes, muchas veces nos referimos a ese día, le dice él. Alberto y él se conocieron en un lugar, no le sale ahora justamente el nombre del lugar. El año tampoco es preciso, tiene la vaga idea de confundirse, estúpidamente, su año de nacimiento con el año en que conoció a Alberto. Se ríe un poco nervioso, es claro que Alberto no es su hermano, es su mejor amigo. ¿O es su hermano? No importa eso demasiado. Alberto es algo, un ser humano. Está seguro de que es un ser humano que él conoce muy bien. Claro, ahora está un poco confundido respecto a qué se dedica. Quizá él esté tan cansado como ella. Profesor, Alberto era profesor. Profesor de algo que tenía que ver con escribir letras en una sucesión casi ininterrumpida.
Ella le dice que lo ha olvidado. Su palidez le sigue preocupando. Le dice si no quiere que se vayan ya mismo, si quiere ir a la guardia del hospital. Le dice por fin, ante su tercera negativa que de tan pálida que está se va a volver transparente si es que no lo estaba ya, y por eso el mozo de la barra no los ve. Ella le pregunta a que mozo se refiere, la frase Inicio Desconexión, primer término le resuena en su mente. No está seguro si es solo en su mente porque al mirarla a los ojos ve que ella ya no refleja incredulidad, o cansancio, o dolor de cabeza. No refleja. Nada detrás de sus ojos que ya no son hondos y que se han aclarado bastante en los últimos minutos sin que él lo advierta.
Entonces ella se va desvaneciendo, como se desvanece la mesa, como se desvaneció el primer mozo rechoncho, y el segundo flaco y pálido, y la cabeza de la mujer detrás de la barra. La cafetería se fue volviendo más luminosa, más blanca, hasta que de tan blanca se vio obligado a cerrar los ojos y fue, finalmente, desconectado de la computadora principal.